El coste ambiental del agua

Artículos de opinión de la pagina Agua y ciudad:


Enrique Cabrera Marcet


Mientras en España reinaban los Reyes Católicos y en Europa brillaba el genio de Leonardo, unos indios norteamericanos, los iroquois, apostaban de modo inequívoco por la sostenibilidad,  término que acuñará Naciones Unidas cinco siglos después. Presente en todo discurso político que se precie, como lo sostenible escasea, confiere actualidad al viejo latinajo excusatio non petita acusatio manifiesta. Curioso. Mientras nuestra sociedad, la del bienestar, no ve más allá de sus narices, hace cinco siglos unos indios incluyen en su constitución que nuestras decisiones deben contemplar el impacto que puedan tener en las SIETE generaciones siguientes. ¡Qué ejemplo tan magnífico!


Viene a cuento esta maravillosa anécdota porque, cuantificando el impacto económico de las fugas en redes de agua, uno se entera que desde hace dos décadas Dinamarca grava con un impuesto ambiental importante el agua detraída de sus acuíferos. Un país que, por cierto, no conoce el término déficit hídrico estructural. Hoy, por cada metro cúbico de agua elevado con destino al consumo humano, el Estado danés cobra 0.84 €, valor aún mayor si al distribuir el agua la eficiencia no alcanza el 90 %. Es un coste superior al precio que, en media, pagamos en España por el agua de grifo (0.81 €). Un precio que en teoría, además de los costes de operación y mantenimiento, debe incluir la amortización de las infraestructuras que posibilitan que el agua llegue a nuestras casas. ¿Se lo cree alguien?


No es este impuesto un asunto menor pues de él dependen los intereses de generaciones venideras. Por ello el caso de Dinamarca no es único. Los más de los países del norte de Europa pagan por el agua (superficial o subterránea) que detraen del medio natural un impuesto ambiental proporcional al riesgo de insostenibilidad del recurso en cuestión. En España, donde muchos acuíferos se sobreexplotan, ni se controlan los volúmenes que se detraen ni, por supuesto, se paga por ellos impuesto ambiental. Porque sin lo primero, control, no hay lo segundo, impuesto ambiental. Y aquí ni lo más elemental, cuántos pozos hay, sabemos. Así lo reconocía el Libro Blanco del Agua que admitía medio millón de pozos ilegales, número que, dicho sea de paso, cualificados expertos han multiplicado por cuatro.


En épocas de crisis lo primero es auditar las cuentas. De un estado, de un banco, de una industria o de lo que sea. Hay que diagnosticar la gravedad de la situación, saber donde se está. Y con la valoración que corresponda al caso, adoptar las medidas pertinentes. Es, pues, tiempo de reformas y quedan muchas pendientes. Una de las urgentes, aunque las últimas lluvias hayan otorgado una tregua, es la política del agua. Tan es así que, si sigue esperando, alcanzaremos el infame honor de haber sido la generación más insolidaria que en el mundo ha sido. Una reforma, en fin, que adecúe la administración a los problemas de hoy. Porque donde antaño interesó promover obras hoy importa gestionar unos recursos estresados. No hacerlo es hipotecar a quienes están por llegar mientras se sigue evidenciando que muchas decisiones de calado se despachan con un simple y egoísta el último ya cerrará la puerta. Sin embargo cinco siglos antes, en un mundo que cambiaba muy lentamente, hubo quien alcanzó a pensar en las siete generaciones venideras. ¿En verdad somos el progreso?

El coste ambiental del agua






Al coste del agua en su totalidad (en el grifo del ciudadano), coste integrado por cuatro sumandos. El propio del recurso, el de operación y mantenimiento de unas infraestructuras necesarias para que el agua llegue a nuestras viviendas, su correspondiente amortización (las tuberías, cuando envejecen, deben reponerse) y, por fin, el coste ambiental al que me refería en mi reflexión precedente. La sostenibilidad económica exige recuperar los tres primeros costes mientras la ambiental (imprescindible cuando el recurso está amenazado) el cuarto.



La suma de los tres primeros costes depende de otros tantos factores. A saber, de las características del sistema (agua procedente de una fuente natural cuesta menos que agua desalada), de la calidad con que el servicio se presta y de la cualificación y eficiencia del personal. Unos costes que pueden satisfacerse de dos modos. Todos a cuenta del usuario (recuperación completa) o incluir sólo una parte en el recibo del agua, y el resto (es el subsidio) a cuenta de la administración. Así pues el asunto no es tanto atender una factura, que se pagará sí o sí, y cuyo montante depende de la calidad del suministro. La cuestión es cómo hacerlo.


Al respecto yo, como la Directiva Marco del Agua (DMA), no tengo dudas. Los abonados la deben pagar toda directamente. Porque si tal no es el caso, también lo harán, pero de manera indirecta. Al fin y al cabo, los ciudadanos financian con sus impuestos al Estado. Pero la percepción es muy diferente. En el primer caso, al reflejar el recibo todos los costes, el ciudadano percibe que la sostenibilidad no le puede salir gratis. En el segundo los subsidios oscurecen la realidad. Y si la percepción cambia, mucho más lo hace la gestión. Repercutir los costes propicia la eficiencia (los subsidios hacen lo contrario), al tiempo que el Estado ahorra en inversiones (las obras se pagan vía tarifa), disponiendo de más recursos para atender otras necesidades. Y si no los necesita, que rebaje los impuestos y le compense por pagar más cara el agua.


Conviene aclarar que recuperar costes no es antisocial. El agua, acaba de sancionarlo Naciones Unidas, es un derecho humano. Pero el acceso a ese derecho debe facilitarlo un sistema tarifario progresivo. La política del agua se hace tarifando como la social de un Estado se hace con el régimen fiscal. La sostenibilidad de una actividad exige recuperar todos sus costes, una realidad que, con claridad meridiana, ha evidenciado la actual crisis. Pero claro, la recuperación de costes se debe complementar con una eficiente regulación que impida que el dinero del agua se desvíe a otros menesteres.


Lo que se debe hacer está, pues, muy claro. Por ello sólo razones históricas, sociales y una escasa conciencia ambiental de la sociedad pueden explicar lo inexplicable. Por ejemplo que en Copenhague (la gestión allí es pública) se paguen 765 dólares (de ellos 240 dólares son costes ambientales) por 200 m3 de agua mientras en Milán, otra ciudad rica, esa factura se reduce a ¡33 dólares! No puede extrañar, pues, que el consumo de agua embotellada en Italia y Dinamarca también registre, pero a la inversa, valores mundiales extremos. En Italia 192 litros por habitante y año. Sólo 11 en Dinamarca. Precios y consumo de agua embotellada muestran pues, bien que con el paso cambiado, quien apuesta por lo inmediato y quien, como los indios iroquois, piensa en las generaciones venideras.

El coste ambiental del agua (II)

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